Se despertó
con la conciencia de volver a ver. Los rayos de luz atravesaban la persiana impactando
en el suelo de madera. No podía entenderlo. Habían pasado 3 años desde la
última vez que había sido feliz, aquel último día en que su vida había sido
normal gracias a una vista normal, antes del fundido a negro en que se había
transformado todo.
A Fermín le
había encantado siempre el color rojo, desde niño lo quería todo de ese
color. Los reyes no podían equivocarse con él. Unas sábanas azules o blancas eran
capaces de arruinar todo un 5 de enero y sus padres tampoco le dieron tanta
importancia como para insistir.
A los 21 años su madre murió en un
accidente. Tras las clases, pasó a recogerla a la salida del trabajo. Él estaba
intranquilo por cosas de poca importancia. Al salir de la rotonda, un hombre se
saltó un semáforo en rojo y arrastró el coche que ambos compartían 7 metros y
medio. El coche era rojo. El recuerdo que se le quedó también. La vida se tornó
oscuridad. Su visión fue la siguiente. Pasaron muchos meses.
No había salido de casa en tanto
tiempo que la basura se desbordaba en la entrada. Matilde, su tía, le traía
algo de comida cada 3 días. Le daba mucha pena verle en ese estado. Nadie iba a
ser capaz de sacarlo de aquello excepto él, pensaba. Vestía una camisa corta
desde hacía 4 días y unos gayumbos largos de los de cubrían hasta las
rodillas. Matilde se lo hizo notar:
-Debes cambiarte de ropa más a
menudo... ¿por qué no subes las persianas?
Fermín farfulló con desgana la
regañina de su tía y se centró en las bolsas:
-¿Me lo has traído?
Tropezó.
-¿Pero qué te pasa? ¡Despierta! -
exclamó Matilde.
Fermín cogió la bolsa refunfuñando y
metió el brazo hasta el fondo, rebuscando su premio con avidez. No era comida.
Tampoco tabaco. Era su querido reloj.
Había sido un niño feliz. El día de
su onceavo cumpleaños sus padres le regalaron un reloj digital que llevaba
tiempo esperando. Estaba tan contento que no se enfadó porque fuera negro. Lo
llevaba a todas horas, insistiendo en cronometrarlo todo, desde cuánto tardaba
su madre en fregar los platos hasta cuánto duraban los anuncios de sus series
favoritas. Sus padres se tuvieron que acostumbrar a la voz electrónica que
decía puntualmente la hora con la resignación de un santo, pues el niño no bajaba la voz del chisme ni de
madrugada.
Matilde no lo había notado. Le veía
torpe y desastrado. Su aspecto informaba, sin tener que preguntar, que el chico
ya no iba a las clases de la Universidad. La casa estaba siempre a oscuras y la
suciedad que se acumulaba era lo único que cambiaba en aquel piso. Pero no lo
había notado. No se había dado cuenta.
Fermín no veía nada.
Resoplando y hablando sola en voz
baja, Matilde descendió las escaleras de un segundo sin ascensor. Si el chaval
quería vivir en la mierda era su problema. Ella no se iba a encargar de bajarle
la basura al señorito. Suficiente era hacerle la compra, con ello ya
tranquilizaba su conciencia. Se sentía mal por no poder hacer más por el hijo
de su hermana, pero sabía que darle todo hecho no haría que Fermín espabilara.
Cruzó la puerta del portal y no volvió hasta la siguiente compra.
Fermín no tenía un buen día. Hacía 6
meses que su madre ya no estaba pero no era capaz de pensar en ello. Apartaba
la idea al menor asomo. Su mente se prohibía la imagen de su madre tanto como
sus ojos le impedían ver sus fotografías. Es por ello que no le dio tiempo
a cambiar nada del piso, porque a la
semana del entierro todos los colores de su vida se marcharon excepto el negro.
El negro oscuro. Profundo. Un negro que había conquistado su corazón con la
misma intensidad con que el amor golpea y penetra en un novio enamorado. Ahora
era el novio de la oscuridad. El amante de la desidia. El guerrero de la nada.
Porque nada era capaz de alegrarle
el día a este pobre chico ciego y nada
provechoso hacía durante su vida. Las clases las abandonó el fatídico día, y la
conciencia de su ceguera no hizo más que facilitarle una excusa para abandonar
los libros, el autobús y los exámenes. Sus compañeros apenas supieron que hacer
cuando la noticia corrió como la pólvora y apenas unos pocos se atrevieron a
llamar por no saber qué decir. Él estaba en otra parte así que apenas se dio
cuenta.
Su padre se preocupó de volver para asistir al entierro. Habían
pasado 2 años desde la última vez que los había visto. Vivía feliz con su nueva
pareja y sus hijas en otra capital de provincia y no había hecho demasiados
esfuerzos por mantener el contacto con su ex-mujer y su hijo. Fermín, roto de
rabia tras la noticia de divorcio, le había escrito una carta durísima en las
que líneas y líneas de dolor expresaban su llanto, hasta casi agotar los
insultos del diccionario. Pero no se permitió llorar delante de él y desde
entonces tampoco quiso hablarle. No aceptó explicaciones. Fue más radical que su propia madre.
Lo cierto es que estaba casi solo en
el mundo, pero Fermín tenía una amiga. Bueno, no sabía si pensar en ella de una
manera tan convencional. Porque la única persona con la que Fermín pasaba el
tiempo, a excepción de su tía, era una mujer de 76 años de edad que no superaba
los 153 cm del suelo. Vivía sola en el piso contiguo desde que recordaba. Se
llamaba Mª Ángeles.
El mundo de la mujer era tan rico
como el mayor de los tesoros. La abundancia rebosaba en las estancias de su
palacio. Todo el espacio de su pequeño piso estaba ocupado hasta tal punto que
no habría podido invitar a dormir a nadie porque no habría tenido hueco donde
hospedarlo. Y es que esta mujer vivía
rodeada de basuras por todas partes. Años y años de basuras mezcladas con
muebles, electrodomésticos, trastos, perchas y hasta joyas de juventud. La
señora de las ratas, como la llamaban en el edificio, se había acostumbrado a
su vida solitaria y gritaba y gritaba cuando los vecinos la importunaban
amenazándola con denuncias que por el momento no habían conseguido nada. Solo
Fermín entraba en su palacio.
Una tarde tiempo atrás, no pudo sino
sonreír cuando la oyó protestar y responder, tan cascarrabias como siempre, a
los pobres vecinos que aún intentaban hacerla entrar en razón. Que si el olor,
que si las cucarachas, que si esto no puede continuar así... Fue de este modo
que Fermín descubrió que también se había quedado sin olfato. Comprendió por
qué no se daba cuenta de la leche en mal
estado hasta probarla. Por qué el olor no le recordaba nunca tirar la basura.
Por qué no le importaba acompañar a la vieja por las tardes en su imperio de
despojos.
Aquella tarde en su compañía la notó
rara. Había entrado como siempre, sin llamar. Nadie se habría atrevido a entrar
a la casa de la vieja por el miedo a las enfermedades de las ratas. Es por eso
que no se molestaba en cerrar la puerta, algo que enervaba a los vecinos
aún más porque ayudaba a mantener el olor nauseabundo impregnado por
toda la escalera. Fermín entró en silencio y se sentó en la silla que siempre
le esperaba. Era una pareja sin par.
Se puso a hablar. Primero de esto,
luego de aquello. Y sin darse cuenta, empezó a contarle todo. Le habló de su
padre. De lo injusto que había sido con él. De las palabras malsonantes y los
sentimientos a flor de piel. Del odio que no puede ver más allá. De la ceguera de
sus sentimientos anticipando su ceguera visual. Porque Fermín no había hecho el
menor esfuerzo de intentar comprender a su padre. ¿Es que no tenía derecho a
odiarle? Los padres están ahí para ayudar a los hijos. Para quererlos y
apoyarlos. Es su obligación. No para abandonarte cuando aún no te puedes valer
por ti mismo. Quizás las cosas ahora serían diferentes si no se hubiera
comportado así. ¿Quién sabe? Por alguna razón, Fermín le echaba la culpa a su
padre de la muerte de su madre. No sabría explicarlo bien, pero en su interior
pensaba que una cosa no habría sucedido sin la otra. Seguro. Pero ahora ya no
lo veía tan claro. Su corazón se había abierto dejando entrar al fin un
pequeño rayo de luz.
Al terminar, se sentía desnudo pero
al fin feliz. Mª Ángeles había sido la mejor confidente, sin interrumpir ni una
vez. Ni un pero. Ni una pregunta. Y entonces lo vio claro. Mª Ángeles ya no
estaba sentada junto a él. Se acercó a su cuerpo inerte. Una rata apoyada en su
pierna se apartó en pleitesía hacía el amigo de su señora. Tocó su cara. La
boca abierta, los ojos cerrados. Era ella, la Señora de las Ratas, muerta en su
Reino de Taifas.
Sin alterarse ni un ápice volvió a casa. Estaba tranquilo. Ni siquiera avisó a
nadie de la muerte de la vieja. No sabía que pensar y durmió en paz.
Se despertó con la conciencia de volver a ver. Abrió los ojos y entonces sí, ahí estaba la ausente, una luz rojiza filtrándose por la ventana. ¡Su vida había vuelto! Respiró profundamente… y se puso a recoger la basura.
Se despertó con la conciencia de volver a ver. Abrió los ojos y entonces sí, ahí estaba la ausente, una luz rojiza filtrándose por la ventana. ¡Su vida había vuelto! Respiró profundamente… y se puso a recoger la basura.
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