-¿Y si subo y
cenamos en tu casa? – me dijo.
Estábamos
en mi portal, ella y yo solos. Los últimos clientes salían con sus bolsas en el
supermercado de enfrente. Allí estábamos, como cuando tenía 15 años y la
primera chica de la que me enamoré pasaba conmigo interminables ratos entre sí
besarnos o no, con el miedo latente de que aparecieran sus padres. Pero
entonces yo más que doblaba aquella edad y se me suponía saber manejar estas
situaciones. Ella era alta, un tanto arrogante y con la belleza de
una chica en insultante juventud. Ya habíamos pasado ese momento en el que el cuerpo te
dice “lánzate a besarla” sin que ninguno hubiera dado el paso y yo ya estaba
empezando a pasar frío.
-
Sí vas a estar dos semanas en el extranjero creo que tu novio querrá pasar toda
la noche contigo – le dije mirándola a los ojos.
Quería
que subiera. Poner la música, atenuar las luces, descorchar el Cune y acabar
acariciando sus rizos. La quería para mí. Pero no sólo como amante. Yo quería
que fuera mi novia. Si la dejaba subir mi instinto me haría abalanzarme
sobre ella. Y si se liaba conmigo mientras vivía con otro sabía que nunca
podría fiarme de ella y por lo tanto tendría que descartarla como pareja. De no
hacerlo viviría siempre con la duda. O podía pasar todo por alto y que sólo
fuera sexo, esperando que el novio, policía, no apareciera nunca con un bate de
béisbol serigrafiado con mi nombre. Incluso podría ser que todo el tonteo de
los últimos meses fuera excusado con un “sólo somos amigos” en el momento en el
que diera el paso. Sé lo que la mayoría de hombres habrían elegido.
Pero yo decidí
no atacar. Con el tiempo ella acabó arreglando los problemas con su novio y se
desapuntó de las actividades que hacíamos en común. Y yo acabé con un agujero
menos en el cinturón.
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